26 November 2005

Sin Título

En caso de que fuese publicado, aclaro que el presente texto fue escrito únicamente para mí y con fines puramente catárticos. No tuve, al momento de escribirlo, ni la intención ni la inspiración de “crear arte”, pero quienes sepan leer entre líneas verán que en él -como en todos mis textos- hay un pedazo de mi alma. Adelanto además que yo sé lo que es y porqué lo escribí, y por lo mismo, me tomaré la libertad de hacer caso omiso, e incluso censurar o condenar, los comentarios inciertos que se hagan sobre él, especialmente si atienden a las razones por las que lo hice, que son sólo de mi incumbencia y conocimiento.

No entendía porqué tenía que ser así.
Roberto Garzón jamás había lastimado a nadie, pero hélo allí, castigado a morir en la hoguera en tiempos de la inquisición.
Roberto, como los suyos, creía en los demonios, los hechiceros, y las brujas; sabía los gestos con los que hechizaban a los hombres, y conocía las oraciones de los párrocos y los remedios de los curanderos para el Mal del Ojo. Por lo mismo, Roberto sabía que lo que le imputaban era falso.
Contrario a los elocuentes exabruptos del fiscal de la Inquisición, Roberto jamás había practicado magia alguna; jamás hizo un pacto con el diablo, no asesinó bebés, ni fornicó con vírgenes o doncellas.
Le dolía que se afirmaran falsas verdades contra él, pero le dolía más que una comunidad que llevaba años de conocer al honesto mercader, no levantara la voz, sino que se sentara, inmutable y hasta aburrida, a contemplar el espectáculo. Ahí estaba la señora María del Pilar, viuda de Archundia, a quien Roberto le había pesado kilos de 1,500 gramos desde hace 7 años que murió su marido; Tatiana de Aranjúez, que seguía debiendo desde hace dos años y nunca se le había cobrado o hechado en cara; Luisa Fernanda Treviño de Pérez y Pérez, a quien diario le cargaba todos sus bultos a su casa, que estaba a poco más de una legua de distancia, aunque desatendiera la tienda; y por último, la primera en condenarlo, Juana de Armida, la mujer adúltera del pueblo, que por su vida licenciosa no era atendida en ninguna otra tienda, y a quien Roberto jamás le había mentado su pecado, a diferencia de los otros vendedores.
En efecto, de entre todo el pueblo, sólo Roberto le daba un trato igual a la pecadora, porque hasta sus amantes la llamaban “puta” y “ramera”; no esperaban su consentimiento para hacerla suya, incluso forzándola, a lo que ella ya cedía sin quejas, y se rumoraba que la ocasión en que había “delatado” al marchante había sido en una ardorosa y tórrida “confesión” con el abad del convento...
-¡Y una mierda!- pensó Roberto. -¿Qué caso tiene ayudar, ante semejante indiferencia? ¿Hace sentido hacer el bien a quienes en un segundo dependen de nuestras mercedes y clemencias, y al siguente avientan la piedra y esconden la mano?-
El fiscal seguía eructando su perorata sobre cómo Roberto había “admitido descaradamente” haber “cometido pecado flagrante, atroz”, en contra de “aldeanos respetables e inocentes”; cómo si no fuera por la “valiente honradez” de una “santa y sabia mujer”, el “servidor de Belcebú” habría “llevado a la aldea a su irremediable muerte y condenación eterna...”; cómo la hija del herrero había “tenido que padecer horrores” ante sus “lujuriosas y pecadoras manos”, siendo que en realidad, el “amorío” entre Roberto y la hija del herrero consistía en que habían sido casados en secreto -por el mismo compañero de celda del Inquisidor- y aún así, todavía ambos se guardaban de preservarse puros uno para el otro, hasta que Roberto pudiése pagar una fiesta respetable. Además, el fiscal convenientemente omitía los castigos con los que le habían arrancado la “culpa”:
Los fierros candentes en los pies, los desesperantes minutos sumergido bajo el agua en una silla con cadenas y grilletes, los ganchos afilados con los que le marcaron el pecho y le sacaron todos los dientes, los golpes con el crucifijo del báculo de oro sólido del abad (que incluso se había deformado), los azotes, las burlas... Nadie en el público parecía notar que su pelo estaba tieso de sangre seca, y que las costras pegaban la sobretúnica mohosa de “penitente”, su única prenda, que le habían dado al momento de su arresto.
En ningún momento del juicio se le permitió hablar.
A los dos días, Roberto iba en un carretón lleno de paja. No había dormido las últimas dos noches, pero las firmes ataduras le impedían recostarse, enroscarse, o acomodarse siquiera para poder dormir unas horas. El sol le pegaba en pleno rostro; recién salido de la oscura y fría mazmorra, le ardía la piel y le lastimaba la vista. Debe ser mediodía, se dijo. Hora del “Angellus”... ¿Para qué rezarle al dios de mis castigadores?
Ante todo un pueblo, que había contemplado con tedio un juicio que poco tuvo de justo, Roberto Garzón, el único inocente, sería exhibido como criminal irredento el último día de su vida.
La carreta había llegado a su destino: La plaza principal del pueblo, que había sido cercada con tapias de madera de metro y medio: la altura suficiente para que la gente no pudiése pasar, pero sí viera la ejecución.
Por seis horas, la vida en el pueblo se detuvo; la gente no se movía ni para comer, y hacía sus necesidades en plena calle, al fín y al cabo, los guardias también estaban más atentos en lo que sucedía en el centro de la aldea que en las actitudes de los ciudadanos.
Más de una casa fue víctima del pillaje y la rapiña aquel día.
En la plaza redonda, los dos fornidos custodios que acompañaban a Roberto, sendas picas en mano, enfundados en cota de mayas, colocaban cuidadosamente la paja alrededor de la estaca del centro, que los Inquisidores se aseguraban de tener siempre lista y cubierta de brea para las ejecuciones. Esos dos hombres eran el único símil a “compañia” que tenía Roberto en aquellos momentos, ya que, aunque también había en la plaza una fila de sacerdotes Dominicos, con su túnica negra y sus roquetes de cruces malteadas, dedicados a recitarle al pueblo las fechorías del procesado, la distancia que separaba a Roberto de aquellos hombres -y de los demás habitantes del pueblo, tras la tapia- era mayor que la que separaba a los cielos de los infiernos.
Por fín, el caprichoso Sol había decidido comenzar a ocultarse, dando a Roberto unos instantes de descanso. Ya no era la blanca pureza que hablaba con palabras hirientes desde lo alto y quemaba con su mirada, como los sacerdotes, ni la blancura de la indiferencia del pueblo, que conservaba su brillo sin inmutarse por lo que pasara debajo; era de un cálido y suave color naranja, como las llamas que lo esperaban. Ya no era indiferente ni condenatorio, sino piadoso y compasivo. El crepúsculo era un último gesto de piedad desde los cielos, venido de un Dios más grande que el dios de quienes lo condenaron. También los guardias le mostraron piedad, al desatarlo y ayudarlo a ir a la estaca en vez de llevarlo cargado y amarrarlo o clavarlo al poste, como habían hecho con otros.
Los frailes y los dos soldados caminaron hacia una de las tapias, que un grupo de guardias, estacionados atrás para contener a la multitud, había movido para dejarlos salir. Luego, los gendarmes la recolocaron en su lugar.
El arquero real, que veía la escena desde un campanario cercano, encendió el pabilo de su antorcha y esperó.
Roberto aprovechó la pausa para analizar dónde se encontraba:
Se trataba de un redondel de 150 metros de diámetro, bien tapiado, con el poste embreado al centro, y cubierto de paja que los guardias habían sumergido en aguardiente corriente y hediondo.
No había escape.
Tal vez era mejor así. Roberto prefería rodearse del calor auténtico de las llamas que sufrir las quemaduras del frío hielo de la indierencia de su aldea, pues hasta la ardorosa retórica en los discursos de los “padres” era sólo una máscara que les permitía distanciarse de él y verlo con frialdad.
Estaba solo, como solos estamos todos en el momento en que nos abraza el fín de toda posibilidad.
Su madre, que llevaba las seis horas llorando tras su velo negro en unas gradas que el carpintero había instalado para los futuros deudos de Roberto, de pronto lo dejó de ver para atender a la hija del herrero, que la llamaba jalándole el vestido negro.
El arquero, en un último gesto de compasión, pareció notar también la distracción de su madre, porque eligió ese preciso momento para soltar la antorcha.
En segundos, el círculo de paja se había encendido, convirtiéndose en una hermosa y tórrida esfera roja. De pronto, y sin saber porqué, Roberto escuchó el tañir de las campanas que anunciaban su ejecución y notó que los Inquisidores tampoco le habían dado los últimos auxilios espirituales, como para recordarle con su frialdad al pueblo que quien los desafiara estaba condenado.
Su piel se ampollaba, su carne se abría, sus heridas supuraban, pero no les daría a los Inquisidores el placer de conocer su sufrimiento... que pensándolo bien, no era tan grave. Porque Roberto ya no sentía. Sin darse cuenta, los Inquisidores le habían hecho un favor: Con su muerte, lo alejaban de una religión fría y restrictiva, de un pueblo indiferente y traidor, de una autoridad más legalista que justa, de un amor imposible...
Sabiendo que abandonaba toda esa vanidad para quedarse con la plenitud de lo inmutable, Roberto Garzón murió felíz.

Ahora sí, siempre y cuándo se respeten las aclaraciones y peticiones hechas al inicio, bienvenidos los comentarios, sugerencias, propuestas de título, insultos, etc.

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