28 January 2010

La lechuza

Quien realmente me conoce, entiende el significado de dicho animal (y no, nada tiene que ver con cómics de Alan Moore.)

Orolob caminó por el sendero nevado, el frío haciendo estragos en sus desgastados pies; literalmente pies de barro, de barro y sangre, por caminar por horas en la tundra gélida. De vez en cuando, el tronco escuálido de una conífera calva le restaba monotonía a la blancura del paisaje; blancura que, lejos de ser pureza, significaba la nada y el frío.

Cuando había sol, tenía el consuelo de amaneceres y atardeceres, que alegraban con su colorido la lobreguez del día; pero hacía horas que había caído la noche. Los cambios que habían sobrevenido al ambiente, lejos de ser aliento o alegría, sólo aumentaban la inclemencia de los elementos, pues la noche no cambiaba la sobriedad de su pálido manto; sólo aumentaban los vientos que lo sacudían, y lo golpeteaba con mayor fuerza la nieve que lo rasgaba.

Orolob no pudo más: Caminó hacia uno de tales troncos, adustos pero firmes, y se sentó a la sombra del mismo. Tomando aire, sentado como estaba sobre el gélido páramo para descansar sus pies, le pareció oír una variación en el sonido de los vientos. Una especie de zumbido rítmico, casi un golpeteo, como si...

Volteó inmediatamente a su izquierda, poniéndose en pie de un salto, mano en la empuñadura del cuchillo, listo para defenderse de lo que se acercaba por el aire. De inmediato se tranquilizó cuando atisbó al pájaro gris que volaba con gran rapidez. Se impresionó del silencio de su vuelo; si no llevara días caminando por aquél yermo, familiarizándose con el murmullo de sus vientos y el crujir de las cortezas de sus árboles, jamás hubiera reconocido al carroñero que se acercaba.

La lechuza se posó sobre el tronco del árbol, y desde las alturas abrió sus grandes ojos, escudriñando el suelo. Sus alas, cual manto de real armiño, cubrían su cuerpo en un gesto de desinterés arrogante.

De pronto, puso su vista en Orolob, y su mirada cambió por completo. La fijeza de sus enormes ojos grises parecían inmobilizar al hombre en el suelo; a ese ser, pequeño desde las alturas, cuyos pies sanguinolientos no eran muy distintos de las presas que solía cazar. De súbito, sin quererlo, a Orolob le sobrevino la angustia de estar siendo descubierto; violado en su intimidad, desnudado, por palabras olvidadas hacía tiempo, que los ojos grises vindicaban con firmeza.

El ave ladeó ligeramente la cabeza, en gesto inquisitivo. Orolob temía su siguiente movimiento; la fijeza de aquella mirada parecía recordarle las cosas no hechas, los caminos no andados... Enderezó la cabeza sin soltarle la mirada, y el humano sintió con vivacidad la acusación.

-No tengo que responderte- le dijo. La lechuza inclinó el cuerpo hacia adelante, aún sosteniendo la mirada en el hombre. A Orolob parecíale ver en aquellos ojos los reflejos de lo que había dejado atrás. Con fuerte ulular, el rapaz hizo la última parte de su acusación: Los seres que había lastimado.

Orolob comprendió que la más fría e implacable de las justicias, de la que nadie escapa -pues no hay yermo que se le interponga- es la de uno mismo. Viendo realizada su tarea, el ave se marchó con el mismo silencio con el que había llegado.