26 November 2005

Sin Título

En caso de que fuese publicado, aclaro que el presente texto fue escrito únicamente para mí y con fines puramente catárticos. No tuve, al momento de escribirlo, ni la intención ni la inspiración de “crear arte”, pero quienes sepan leer entre líneas verán que en él -como en todos mis textos- hay un pedazo de mi alma. Adelanto además que yo sé lo que es y porqué lo escribí, y por lo mismo, me tomaré la libertad de hacer caso omiso, e incluso censurar o condenar, los comentarios inciertos que se hagan sobre él, especialmente si atienden a las razones por las que lo hice, que son sólo de mi incumbencia y conocimiento.

No entendía porqué tenía que ser así.
Roberto Garzón jamás había lastimado a nadie, pero hélo allí, castigado a morir en la hoguera en tiempos de la inquisición.
Roberto, como los suyos, creía en los demonios, los hechiceros, y las brujas; sabía los gestos con los que hechizaban a los hombres, y conocía las oraciones de los párrocos y los remedios de los curanderos para el Mal del Ojo. Por lo mismo, Roberto sabía que lo que le imputaban era falso.
Contrario a los elocuentes exabruptos del fiscal de la Inquisición, Roberto jamás había practicado magia alguna; jamás hizo un pacto con el diablo, no asesinó bebés, ni fornicó con vírgenes o doncellas.
Le dolía que se afirmaran falsas verdades contra él, pero le dolía más que una comunidad que llevaba años de conocer al honesto mercader, no levantara la voz, sino que se sentara, inmutable y hasta aburrida, a contemplar el espectáculo. Ahí estaba la señora María del Pilar, viuda de Archundia, a quien Roberto le había pesado kilos de 1,500 gramos desde hace 7 años que murió su marido; Tatiana de Aranjúez, que seguía debiendo desde hace dos años y nunca se le había cobrado o hechado en cara; Luisa Fernanda Treviño de Pérez y Pérez, a quien diario le cargaba todos sus bultos a su casa, que estaba a poco más de una legua de distancia, aunque desatendiera la tienda; y por último, la primera en condenarlo, Juana de Armida, la mujer adúltera del pueblo, que por su vida licenciosa no era atendida en ninguna otra tienda, y a quien Roberto jamás le había mentado su pecado, a diferencia de los otros vendedores.
En efecto, de entre todo el pueblo, sólo Roberto le daba un trato igual a la pecadora, porque hasta sus amantes la llamaban “puta” y “ramera”; no esperaban su consentimiento para hacerla suya, incluso forzándola, a lo que ella ya cedía sin quejas, y se rumoraba que la ocasión en que había “delatado” al marchante había sido en una ardorosa y tórrida “confesión” con el abad del convento...
-¡Y una mierda!- pensó Roberto. -¿Qué caso tiene ayudar, ante semejante indiferencia? ¿Hace sentido hacer el bien a quienes en un segundo dependen de nuestras mercedes y clemencias, y al siguente avientan la piedra y esconden la mano?-
El fiscal seguía eructando su perorata sobre cómo Roberto había “admitido descaradamente” haber “cometido pecado flagrante, atroz”, en contra de “aldeanos respetables e inocentes”; cómo si no fuera por la “valiente honradez” de una “santa y sabia mujer”, el “servidor de Belcebú” habría “llevado a la aldea a su irremediable muerte y condenación eterna...”; cómo la hija del herrero había “tenido que padecer horrores” ante sus “lujuriosas y pecadoras manos”, siendo que en realidad, el “amorío” entre Roberto y la hija del herrero consistía en que habían sido casados en secreto -por el mismo compañero de celda del Inquisidor- y aún así, todavía ambos se guardaban de preservarse puros uno para el otro, hasta que Roberto pudiése pagar una fiesta respetable. Además, el fiscal convenientemente omitía los castigos con los que le habían arrancado la “culpa”:
Los fierros candentes en los pies, los desesperantes minutos sumergido bajo el agua en una silla con cadenas y grilletes, los ganchos afilados con los que le marcaron el pecho y le sacaron todos los dientes, los golpes con el crucifijo del báculo de oro sólido del abad (que incluso se había deformado), los azotes, las burlas... Nadie en el público parecía notar que su pelo estaba tieso de sangre seca, y que las costras pegaban la sobretúnica mohosa de “penitente”, su única prenda, que le habían dado al momento de su arresto.
En ningún momento del juicio se le permitió hablar.
A los dos días, Roberto iba en un carretón lleno de paja. No había dormido las últimas dos noches, pero las firmes ataduras le impedían recostarse, enroscarse, o acomodarse siquiera para poder dormir unas horas. El sol le pegaba en pleno rostro; recién salido de la oscura y fría mazmorra, le ardía la piel y le lastimaba la vista. Debe ser mediodía, se dijo. Hora del “Angellus”... ¿Para qué rezarle al dios de mis castigadores?
Ante todo un pueblo, que había contemplado con tedio un juicio que poco tuvo de justo, Roberto Garzón, el único inocente, sería exhibido como criminal irredento el último día de su vida.
La carreta había llegado a su destino: La plaza principal del pueblo, que había sido cercada con tapias de madera de metro y medio: la altura suficiente para que la gente no pudiése pasar, pero sí viera la ejecución.
Por seis horas, la vida en el pueblo se detuvo; la gente no se movía ni para comer, y hacía sus necesidades en plena calle, al fín y al cabo, los guardias también estaban más atentos en lo que sucedía en el centro de la aldea que en las actitudes de los ciudadanos.
Más de una casa fue víctima del pillaje y la rapiña aquel día.
En la plaza redonda, los dos fornidos custodios que acompañaban a Roberto, sendas picas en mano, enfundados en cota de mayas, colocaban cuidadosamente la paja alrededor de la estaca del centro, que los Inquisidores se aseguraban de tener siempre lista y cubierta de brea para las ejecuciones. Esos dos hombres eran el único símil a “compañia” que tenía Roberto en aquellos momentos, ya que, aunque también había en la plaza una fila de sacerdotes Dominicos, con su túnica negra y sus roquetes de cruces malteadas, dedicados a recitarle al pueblo las fechorías del procesado, la distancia que separaba a Roberto de aquellos hombres -y de los demás habitantes del pueblo, tras la tapia- era mayor que la que separaba a los cielos de los infiernos.
Por fín, el caprichoso Sol había decidido comenzar a ocultarse, dando a Roberto unos instantes de descanso. Ya no era la blanca pureza que hablaba con palabras hirientes desde lo alto y quemaba con su mirada, como los sacerdotes, ni la blancura de la indiferencia del pueblo, que conservaba su brillo sin inmutarse por lo que pasara debajo; era de un cálido y suave color naranja, como las llamas que lo esperaban. Ya no era indiferente ni condenatorio, sino piadoso y compasivo. El crepúsculo era un último gesto de piedad desde los cielos, venido de un Dios más grande que el dios de quienes lo condenaron. También los guardias le mostraron piedad, al desatarlo y ayudarlo a ir a la estaca en vez de llevarlo cargado y amarrarlo o clavarlo al poste, como habían hecho con otros.
Los frailes y los dos soldados caminaron hacia una de las tapias, que un grupo de guardias, estacionados atrás para contener a la multitud, había movido para dejarlos salir. Luego, los gendarmes la recolocaron en su lugar.
El arquero real, que veía la escena desde un campanario cercano, encendió el pabilo de su antorcha y esperó.
Roberto aprovechó la pausa para analizar dónde se encontraba:
Se trataba de un redondel de 150 metros de diámetro, bien tapiado, con el poste embreado al centro, y cubierto de paja que los guardias habían sumergido en aguardiente corriente y hediondo.
No había escape.
Tal vez era mejor así. Roberto prefería rodearse del calor auténtico de las llamas que sufrir las quemaduras del frío hielo de la indierencia de su aldea, pues hasta la ardorosa retórica en los discursos de los “padres” era sólo una máscara que les permitía distanciarse de él y verlo con frialdad.
Estaba solo, como solos estamos todos en el momento en que nos abraza el fín de toda posibilidad.
Su madre, que llevaba las seis horas llorando tras su velo negro en unas gradas que el carpintero había instalado para los futuros deudos de Roberto, de pronto lo dejó de ver para atender a la hija del herrero, que la llamaba jalándole el vestido negro.
El arquero, en un último gesto de compasión, pareció notar también la distracción de su madre, porque eligió ese preciso momento para soltar la antorcha.
En segundos, el círculo de paja se había encendido, convirtiéndose en una hermosa y tórrida esfera roja. De pronto, y sin saber porqué, Roberto escuchó el tañir de las campanas que anunciaban su ejecución y notó que los Inquisidores tampoco le habían dado los últimos auxilios espirituales, como para recordarle con su frialdad al pueblo que quien los desafiara estaba condenado.
Su piel se ampollaba, su carne se abría, sus heridas supuraban, pero no les daría a los Inquisidores el placer de conocer su sufrimiento... que pensándolo bien, no era tan grave. Porque Roberto ya no sentía. Sin darse cuenta, los Inquisidores le habían hecho un favor: Con su muerte, lo alejaban de una religión fría y restrictiva, de un pueblo indiferente y traidor, de una autoridad más legalista que justa, de un amor imposible...
Sabiendo que abandonaba toda esa vanidad para quedarse con la plenitud de lo inmutable, Roberto Garzón murió felíz.

Ahora sí, siempre y cuándo se respeten las aclaraciones y peticiones hechas al inicio, bienvenidos los comentarios, sugerencias, propuestas de título, insultos, etc.

19 November 2005

Me ha sucedido ese mal que aqueja a los poetas...

Qué tienen en común Reik y Juan de Dios Peza? Que los dos, en algún momento, le cantaron con todo el vivísimo dolor de sus corazones, a una amistad que estaba destinada a ser tanto más.
La historia de mi vida.
Proyectos sin terminar, potencias no alcanzadas, lejanía con lo perfecto... y ahora ESTO.
¿Qué hacer cuando una amiga muy querida se acerca deshecha a tu regazo, después de haber perdido un amor de ensueño, cuando lo que le hubieras querido decir desde el comienzo es que la amas con locura, que no aguantas un segundo más, que quieres ser suyo para hacerla tuya...?
Pero el respeto a sus sentimientos es más fuerte: La amas tanto, que entiendes que tu deber es, como dice la canción, "sufrir y callar."
¿Porqué nos pasa esto a los sensibles? ¿Porqué no puede ser una experiencia que les abra el corazón a las piedras de seres humanos que andan por ahí, lastimando a los míos? ¿Porqué sólo al que siente le pasan las cosas?
La razón quiere llenar de respuestas el aire, quiere tomar los travesaños de mis "t"s, los puntos de mis "i"s, y hacer con ellos un castillo donde se pueda resguardar la mágica explicación-constructo de mi sentir.
Pero la lágrima que silenciosamente resbala por mi mejilla, el suspiro que escapa de la jaula de mi boca, y los latidos de mi corazón desmienten a la mente, que cuando ve derrumbado su castillo, se lanza sobre lo primero que ve.
Y sale la crítica: -¡Copiaste en el examen, yo te ví! ¡No hiciste la tarea! ¡Qué fea te va esa bolsa! ¡Homosexual! ¡Judío! ¡Intolerante! ¡Racista! ¡Negro! ¡Blanco!...-
Nada te sienta bien, y por lo mismo, nada puede estar bien.
Tal vez si le hubieras dicho...
Pero no, no basta lo que sabes, no basta lo que eres, porque ELLA escogió a alguien más. ¡Fatalidad!
La libertad, el don más preciado del hombre, ha cerrado sus frías garras sobre tu garganta, porque esta vez, no fuiste tú quien tuvo la opción.
¿Qué hacer?

[Los que quieran sugerir un final, ya sea literario o real, pueden hacerlo.]

10 November 2005

Sobre la lucha...

"¡Luchad hasta la última gota de sangre y la última gota de petróleo!
¡Luchad hasta el último latido del corazón y el último golpe del motor!
La muerte de un caballero, y un brindis por sus camaradas - amigos o enemigos."
-Manfred Freiherr von Richtoffen, el 'Barón Rojo'.
Dicen que el cambio es la única constante en la vida del hombre. Yo no lo creo así. Para mí, lo único que se hace hasta el día en que le regrese la unidá al Patrón que me puso aquí, es la lucha.
Los animales y plantas crecen, mutan, y se fortalecen, alcanzando el máximo potencial que les permiten sus genes para sobrevivir; si ellos se mantienen, garantizan la transmisión de genes fuertes a la siguiente generación.
El hombre es más parecido de lo que quisiéramos creer, y no porque estemos constantemente en peligro de muerte (que de hecho lo estamos, pero es poquísimo lo que podemos hacer por evitarlo).
No, el hombre debe luchar porque no le basta con estar y mantenerse para alcanzar todo su potencial. En el mundo de la adaptación, la permanencia inmutada es sinónimo de estancamiento, retroceso, muerte, y lo que para el hombre es peor, intrascendencia.
Igual que existe en las almas colectivas de cada una de las especies de seres vivos un grito que exclama: ¡Nunca permanecer iguales! Cambiar, cambiar y crecer, para no morir!, así también el alma, ya no de la especie humana sino de cada hombre, se levanta y exige mejoría, revelándose contra la permanencia en un mismo estado.
Realizar todas nuestras potencias, decía Aristóteles; conocerse a sí mismo, decía Sócrates; vivir las Virtudes del mundo de las Ideas, decía Platón; amar y hacer lo que quieran, decía Jesús de Nazaret. Pero una sola constante veo en todas: LUCHAR.
Luchar contra la inactividad y la pereza para ser, mediante mis actos, todo lo que pueda ser; luchar contra mi deseo de evasión y fuga para saber de qué pié cojeo y cuál es mi fuerza; luchar contra las imperfecciones de un mundo que muchas veces nos contempla con frialdad y sin respeto; luchar contra mi propio egoísmo, que no me deja obrar por el otro...
Pero siempre luchar. ¡Luchar! Y si te falta un motivo de lucha, si no hay lid que te apasione, la lucha empieza por vencer la apatía.
Luego sigue conocerse, luego aceptarse, luego dominarse, y luego luchar contra todo lo que se oponga a la buena acción.
La lucha no consiste en el aplastamiento del otro; de hecho, el reconocimiento de la dignidad del otro, en algunas (raras) ocasiones implica lucha contra la soberbia y el deseo de afirmar el "yo" por encima del prójimo.
La lucha, más bien, es contra todo lo (OJO: Usé artículo neutro; me refiero a cosas, no a personas. A las personas se les convence o se les hace a un lado de manera tan amable como ellas mismas lo permitan) que se nos oponga para hacer lo que nos signifique un crecimiento, incluídas aquellas conductas reiteradas -vicios-, emociones, y actitudes que detengan nuestra capacidad de hacer el bien.
Se reconoce al luchador por tres cualidades:
-No teme caer, lastimarse, o ser golpeado. El luchador sabe que hay que perder algunos asaltos para poder conquistar las victorias importantes.
-Ha sentido, y no teme, a la derrota. El luchador sabe lo que es perder. Es posible que haya sido una espectacular derrota (paraplejia, "tocar fondo", depresión) la que lo haya catapultado al camino de la lucha.
-Persevera. Sabe que la lucha vale la pena por sí misma; que el crecimiento no está en la embriagante victoria, sino en el edificante acto de enfrentarse a lo que teme, odia, o a veces, quiere por encima de algo mejor a la larga.
-Es inteligente y conoce sus fuerzas. El luchador no tiene más armas que las que ya trae o ha conseguido, ni más apoyo que su corner en el banquillo, pero sabe que cuenta con eso, y rápidamente aprende a explotarlo para su beneficio. Sabe pedir ayuda a quienes se la pueden dar, y buscar apoyo cuando no tiene a nadie.
-Sabe que nadie puede ganar por él. Los apoyos son necesarios, pero son sólo eso.
Invito a todo el que quiera a ser luchador. Existen tres grandes formas de lucha, que no se contraponen, y que quiero proponer para que si no están en alguna de las tres, se integren:
Pasión.- Son el motor de los seres humanos; las cosas buenas que nos agradan, y a las que nos podemos aferrar en los momentos más difíciles; por eso vale la pena luchar por ellas. Las relaciones interpersonales, sobre todo las amorosas, constituyen pasiones impresionantes. A veces, las pasiones parecen trivialidades (un cielo azul, gorjeo de pájaros) hasta que se ponen en un cierto contexto. (prisión, cielo contaminado, ciudad ruidosa.) Son las "cosas que te iluminan la cara." El punto flaco del apasionado (del que debe luchar contra sí mismo para cuidarse), es el actuar desmedido; se debe elegir con cuidado la pasión (y los medios para conseguirla) de modo que no impliquen un mal peor.
Causa.- Difieren de la pasión por su carácter impersonal; no son algo que beneficie a una persona o grupo en particular, sino buenos ideales universales de cualquier naturaleza que se desea hacer extensivos a todo el mundo. No tienen la misma intensidad emocional que las pasiones; más bien, el encausado las percibe intelectualmente como un vehículo universalmente válido de perfeccionamiento. Pueden ir desde un conjunto de valores abstractos hasta una ideologia política concreta, o ser incluso un estilo de vida. De hecho, algunas causas se personifican en forma de instituciones. (ej. religiones.) El punto flaco del encausado es que ninguna causa vale tánto como para dañar o hacerle un mal al otro, y la captación del otro a la causa no puede ser excusa ni para el más mínimo de los males, porque aunque la causa sea buena en sí misma, una captación en la que hubo daños o insultos no lo es.
Perfeccionamiento.- Es la más personal de las luchas; la única que es contínua hasta la muerte. Consiste en la desaparición de los defectos, la obtención de cualidades, y la realización de estas últimas en actos buenos. Todos tendemos a ser luchadores, pues todos, lo sepamos o no, estamos en esta lucha. De lo que debe cuidarse el perfeccionista:
-La sobreexigencia alienante.- La lucha de perfeccionamiento debe empezar por la aceptación de los defectos conocidos y reconocidos; si nos exigimos demás, nos deprimimos y no avanzamos. Vale más un logro realista que mil metas imposibles.
-La sobreexigencia al otro.- Nunca se debe perder de vista el carácter personal de esta lucha. Cuando yo empiezo a exigir al otro cualquier cosa que no sea el respeto de los límites establecidos en la relación, empiezo a caer en la sobreexigencia, que es un síntoma de soberbia. La soberbia evita el reconocimiento de los defectos, y es la enemiga número uno del perfeccionista.
-La sobrevaloración de parte de nuestra naturaleza.- El ser humano es un todo, que debe cultivarse, dentro de sus posibilidades reales, en todos los campos. Un perfeccionista auténtico no puede no comer con un mínimo de control sobre lo que come, ni descuidar su apariencia o vestido, ni dejar de llevarse con los demás, ni suponer que ya sabe lo suficiente, ni dejar de darse tiempo para dedicar a su espíritu o creencias, ni dejar de tratar de hacer el bien.

09 November 2005

"Cosas que te iluminan la cara"

Comparto una pequeña reflexión que mi psicóloga y amiga, AraA, me hizo en un momento de duelo:
Estábamos hablando (aparentemente para distraerme), de las cosas que me divertían de la Universidad en la que estudio, y de pronto, al yo mencionar "Club de Debate", ella se empezó a reír, y me dijo: -¿Ves? ¡Aférrate a eso!-
Ella había visto cómo de pronto se elevó mi tono de voz, se me enrojeció el rostro, mis ojos tenían chispa, y mi cara relumbraba.
No es la primera vez que gente que respeto mucho me felicita por la pasión con que emprendo ciertas cosas que me gustan, y yo siempre pensé que era lo normal.
Hasta que sentí lo rápido que se curó -temporalmente- mi duelo.
Vivir los duelos es muy importante: Es la forma en que el cuerpo se separa de lo habituado (sí, sí existen duelos de orígen puramente somático), la mente de lo conocido, y el alma de lo amado.
Pero los duelos no deben hundirnos. Las emociones deben ser un motor, pero -si se los permitimos- se convierten en un freno, o peor aún, nos cambian a reversa.
¿Dónde está, pues, el equilibrio entre la sana vivencia del dolor que nos despide de algo, y la continuación de la vida normal?
Pues precísamente allí: En el equilibrio; en medio.
No debo evadir, ni con hábitos nerviosos, ni con cambiar de pensamiento, el sentimiento de duelo, al contrario; tengo que sentir lo que tengo que sentir, porque las emociones no las controlo, pero también puedo decidir si dejo o no que me controlen a mí.
La segunda parte -la retención del control- tiene dos elementos: El no-cambio de hábitos salvo que sea necesario o trascendental (seguir saliendo, seguir socializando, seguir pensando, seguir ejercitando, seguir trabajando... seguir creciendo,) y (el punto medular de esta entrada) el uso de las actividades apasionantes, que no son un distractor, sino algo que nos recuerda las razones para seguirnos esforzando. Como en el deporte extremo, la pasión y la voluntad nos hacen seguir aunque duela, sin buscar por eso evadir el dolor, ni querer hacernos más daño.
Ustedes también, si quieren, aférrense a las cosas que nos iluminan la cara.
No sólo sirven para superar y vivir duelos, sino para encontrarle a la vida un sabor.
Nadie que pase su vida haciendo nada vive bien; en cambio, el barrendero que se apasiona con su labor es el hombre más felíz del mundo.

¿Quién soy yo para que de mí te acuerdes?

Así empezaba un Salmo judío que, cuando era católico, me gustaba mucho. Y así empieza esta entrada. Sólo que no le dirijo la pregunta a Dios, sino a todos los que tienen la amabilidad de visitar un blog que no es más que un vaciado de mi propia conciencia. ¿Quién soy? ¿Quién eres? ¿Quienes somos todos?
Nadie ha podido responder por sí solo a estas preguntas, porque cada alma es un mundo.
...Y sin embargo, existe en todos (o en mí, al menos,) la inquietud de contestar.
La parte apasionada de mí, esa parte que grita al hablar, que sonríe, que lucha, brinca con inquietud para responder: "¡El resultado de mis actos!"
Pero... ¿Todos mis actos se suman? ¿Qué pasa con las acciones contradictorias?
Ya sé que sueno al borde de la locura, pero una parte de mí necesita una respuesta.
Este es un espacio para que los que tienen esa inquietud la compartan, y los que tienen una respuesta, nos iluminen. Capaz la personalísima respuesta de alguien ayuda a otro a discutir la suya.
Yo doy la mía:
Para mí, un hombre se mide por las siguientes:
1) La pasión con la que hace una actividad, cualquiera que esta sea, que él mismo eligió libremente.
2) El compromiso responsable con las obligaciones asumidas
3) El respeto comprometido a los demás y la solidaridad proactiva
Poco importan las creencias, si se tiene fe en uno mismo y en lo que uno hace, palabra, y un amor por el otro que se traduzca en obras Y en respeto (que no se contradicen.)
La crisis de la posmodernidad se debe justamente a la falta de estos 3:
A la gente ya no le gusta lo que hace, ni pondera lo suficiente la decisión de su carrera; no hay respeto por nada ni por nadie, y lo que no se respeta, no se puede amar; y por último, no se cumple la propia palabra, lo que degenera nuestro autoconcepto hasta convertirnos en robots.
Las consecuencias de esto son misibles: Basta con ver la cantidad de jóvenes con depresión exógena (y los costos que eso implica.)
La solución es un asunto de decisión, pero para llegar, se necesita que la gente, tanto los individuos como la sociedad en su conjunto, toque fondo.
Espero que haya servido.
Comentarios bienvenidos!!

07 November 2005

LEYENDA DE ALUVIA (a falta de un mejor título) ch.1y2 ya disponibles!!!

Interesados mándenme un mail.

...Sube el telón

...Y ahí estoy.
Momento: ¿Soy yo? ¿Acaso yo soy el Alegre Malkav, que se ríe delante del público mientras trata de tirar las tramoyas sobre el público? ¿Soy D, que se coloca sobre la tramoya para ver fríamente al público sin poder ser visto, y que se pregunta sobre el sentido de las cosas? ¿Tal vez sea Kalt, que pasa su tiempo recargado en la esquina contra la pared, sin hacer ni decir nada?
¿O tal vez soy Albon, y me corresponde traer la vida y la inspiración con mi Toque? ¿Podría ser Forum con sus reglas y Oparium con sus discursos? ¿Alguien sabe porqué ese par no se separa nunca? ¿O tal vez no estoy en el escenario?
¿Soy entonces un espectador? ¿O el director? ¿Qué tal si más bien soy la idea que flotó en la cabeza del Guionísta, mi Maestro?
Todos esos personajes, las voces... ¿están ahí? ¿Qué tanto existen en mí y qué tanto fuera de mí?
Y el problema es que aunque no haya respondido estas preguntas, el telón ya subió y los espectadores están ansiosos. La vida sigue, aunque no sepa ni quién soy; aunque no se me haya dado un guión...
Sólo una cosa puedo hacer: Salir y actuar. Actuar para mí, ser quien yo quiera, y no dejar que los vestuarios, las máscaras, y los papeles me limiten. Ante las grandes interrogantes de la vida, el hombre tiene una sola arma: La LIBERTAD.

"Odi et amo.
Quare id faciam, fortasse requiris?
Nescio... sed fieri... sentio, ET EXCRUCIOR!!!"
-Catulo