Y el frío vaho que sale de mi boca ya no es hálito de vivos, sino peste de cadáver y seña de carroña.
Me abres la boca, soplas, tapas mis narices, bombeas mi corazón, pero tus manos se cubren de ollín y de ceniza, y no alcanzas a respirar aire limpio para enviarlo de vuelta a mis pulmones. Tus brazos ya no tienen la fuerza suficiente para seguir bombeando.
Al poco tiempo, te desplomas, y yaces caído junto a mí, viendo como caen las bombas enemigas, escuchando el retumbar del suelo, y sintiendo el dolor de las esquirlas que se clavan en tu carne. ¿Donde quedó la armonía que te prometieron? ¿Dónde quedó la paz? ¿Porqué nadie contesta tus gritos?
Caes en cuenta de que ya no puedes abrir tu boca.
Quieres mirar al cielo para rezar, pero tus ojos ya no responden, y el peso del dolor es más de lo que puede aguantar tu espíritu, que ya no puede echarse a volar hacia tu Dios.
Entonces te desplomas. Tu cabeza cuelga y se voltea sin tú quererlo, y por fín nos vemos a los ojos. El cabello lacio, la mirada profunda, la nariz aguileña, los labios carnosos... No hay duda.
Tú eres yo, y yo soy tú.
Y a donde vamos, ya no importa...
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