Cierro los ojos.
La oscuridad toma su debido lugar, acabando con todo resquicio de falza luz, con todo rayo siniestro, con toda luminosidad engañosa, para convertirlo todo en armónico negro uniforme.
Mis oídos se cierran también; se cierran a todo lo de afuera, para que sólo se escuche la monótona voz que proviene de adentro.
¡QUE NO, KALT! ¡Hoy no te voy a oír!
Me importan poco tus lamentos; me sé de memoria tus opiniones; ya me has devastado lo suficiente con tu crítica como para que me puedas dañar más.
Un sonido desgarra esa calma... ¡Sí! me aferro con desesperación al sonido que quiebra la gélida voz de mi conciencia que reclama lo que se pudo haber hecho, lo que se perdió, lo que se fue, lo que no se puede remediar... y me dejo llevar por las voces depresivas de la música de los desesperados.
¿Pero qué no creen que ya perdí suficiente?
Pero el ruido tampoco acalla las voces, y un mar de angustia sube desde mi estómago, me oprime la garganta, me dificulta la respiración... y aún así, mis pétreos párpados cobardes no son ni para regalarles a los idos una tímida lágrima siquiera.
Mientras me envuelvo en la mortaja que tejí, mientras me meto en el sarcóago que labré, mientras desciendo por la fosa que cavé, una sola pregunta surca el firmamento de mi mente, desde el cerebelo hasta el lóbulo frontal: ¿Porqué la amistad duele? ¿Porqué los amigos se van?
Oigo los pasos, las paladas...
Cierro los ojos.
Cierro el ataúd.
Para no volverte a ver.
Para no volverme a ver.
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