La larga y sinuosa brecha serpenteaba hacia adelante, siempre hacia adelante... Tres burros ya habían muerto en el camino, pero el seguidor de San Cristóbal se negaba a regresar. Sobre la última mula, Petra, recorría a buen paso el desierto. De pronto vio un pozo a lo lejos. Descendió de Petra y aminoró la marcha, a un ritmo que le permitiera descansar a él y al animal. Su garganta, seca y polvosa, soltó un anhelante suspiro, que pareció ser el inicio del vendaval. Poco a poco el aire se sacudió cobró fuerza, cobró vida, e hizo saltar por los cielos a las dunas, transformándose en tormenta de arena acompañada de llovizna de guijarros. No había dónde guarecerse.
El viajero se abrazó de Petra y apretó los dientes intentando resistir el embate de la tempestad. El sonido era bestial; como si el mundo mismo respondiera con un rugido de ultraje a su triste suspiro. La tierra misma le preguntaba al viajero qué anhelaba; qué buscaba a lo lejos cuando en casa lo tuvo todo. Petra chillaba con fuerza. Minutos después, sus rebuznes desesperados se fueron apagando. El hombre sintió cómo enflaquecían los músculos del animal, cedían sus rodillas, se vencía su resistencia. Dejó que cayera el cuerpo de la mula sobre él.
No supo cuántas horas después, pasó la tormenta. La arena le había impedido darse cuenta del pasar del tiempo, pero para cuando sacó la cabeza, ya era de noche. La luna en el cénit convertía el desierto en una alfombra de plata.
-Petra es un buen nombre. Hasta muerta resististe como piedra.-
El viajero reemprendió la marcha hacia el pozo.
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