-¡No importa lo que digan los demás, Francisco era un buen tipo!-
El juez recorrió rápidamente las butacas con la vista, buscando a quien tan bruscamente había interrumpido el proceso penal.
De pronto, un hombre, de tez lívida y complexión cadavérica, vestido de harapos, con el cabello largo y la cara sucia, se levantó de entre los presentes, y, escuadra en mano, le indicó al juez sin decir palabra que saliera del recinto.
Salido él, el otro se colocó detrás del estrado.
Todos en la Sala entendieron: Ahora, quien asumía el papel de juez, a quien le tocaba decidir quién vivía y quién moría, era a aquel mugroso que tomó el Supremo Tribunal por la fuerza.
El hombre tomó las hojas de las periciales en sus manos, y sin más, las rompió, dando a entender que él sabía más sobre losucedido y que poco le importaba el dictámen de los expertos.
Tomó de la evidencia el cuchillo; la gente se empezaba a alarmar...
Pero, lejos de comenzar a lastimarlos, aquel hombrecillo frenético se señalaba a sí mismo con su pistola y manoteaba en el aire.
Sus pupilas dilatadas preocupaban a más de uno de los presentes... hasta que se dieron cuenta que la frustración del imbécil no venía de la actitud de ellos, sino de la angustia de no poder darse a entender.
Continuaba señalándose, cuchillo en una mano, pistola en otra, hasta que los presentes fueron cayendo en cuenta, y uno de ellos se levantó y dijo: -Tú lo hiciste.-
El rostro del idiota se llenó de pronto de calma y serenidad, y una sonrisa de oreja a oreja le iluminó la cara. La chispa de sus ojos brilló con fuerza, incluso mientras colocaba la pistola contra su sién y accionaba el gatillo, alcanzando a decir: -No importa lo que digan los demás, Francisco era...
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